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Opinión

FARIDE ES… ENEMIGA DEL DESORDEN

Por: Visión Global
mayo 23, 2025

LUIS DECAMPS BLANCO

El autor es abogado y docente universitario. Reside en Santo Domingo de Guzmán.

Hay veces en que ser fiel a la ley, en sociedades acostumbradas al ruido del desorden, se paga con la moneda amarga del descrédito. Eso lo sabe bien Faride Virginia Raful Soriano, hoy ministra de Interior y Policía de la República Dominicana, y objeto de una campaña difamatoria que la acusa de ser «enemiga de los pobres». Nada más torcido, nada más cínico. Quien se ha atrevido a enfrentar uno de los más arraigados males de nuestra ciudad —la anarquía sónica y el deterioro progresivo de la convivencia— ha sido, no su enemiga, sino su aliada más valiente. Porque, en verdad, nadie merece vivir sometido al ruido, al desorden y a la invasión de su tranquilidad personal, y todo intento por devolverle la paz a la ciudadanía debe ser celebrado, no vilipendiado.

Faride es enemiga del desorden. Y es ese su verdadero «crimen» ante quienes han hecho del caos una trinchera de impunidad. En un país donde por décadas se ha confundido «vida popular» con ilegalidad tolerada, y donde la informalidad se ha hecho costumbre institucionalizada, intentar que se cumpla la ley suena, literalmente, como una provocación. Pero ¿acaso no es precisamente esa la misión de un Ministerio del Interior? ¿O es que esperamos que el orden público solo exista en los salones climatizados? La ministra Raful ha asumido con coraje —y pagando un precio alto en términos políticos y personales— la ingrata tarea de recordarnos que la calle no puede seguir siendo tierra de nadie, ni el espacio público un festival sin reglas.

Desde que fue designada en el cargo, Faride ha puesto sobre la mesa una verdad incómoda: que la contaminación sónica es una forma de violencia, y que combatirla no es clasismo ni represión, sino justicia. Que todo ciudadano, sin importar en qué sector viva ni cuánto gane, tiene derecho a la tranquilidad, al descanso, a poder dormir sin que la bocina de un negocio cercano, el estruendo improvisado de un vehículo, o el desenfreno de un grupo de mozalbetes sin control —aunque estén en edad de ello, pero no en derecho—, le impongan a los demás una madrugada de sobresalto. Que la dignidad no se mide en decibeles, y que una sociedad que se dice democrática debe cuidar tanto el derecho a la música como el derecho al silencio.

Por eso, resulta particularmente injusto que se le acuse de atacar a los sectores más necesitados, cuando en realidad lo que ha hecho es darles una voz institucional. Porque quienes más padecen el ruido no son aquellos que pueden costearse apartamentos con doble aislamiento acústico, a veinte o treinta metros de altura, en torres donde el bullicio no alcanza ni siquiera como eco, ni quienes residen en urbanizaciones cerradas y silenciosas, blindadas por una mezcla de distancia y diseño. Son, más bien, las miles de familias trabajadoras que viven a ras de calle, donde la bocina ajena entra sin pedir permiso, donde el motor sin silenciador parece cruzar por el pasillo, donde el descanso no es una garantía sino una excepción. En esos hogares —donde el estudio, el sueño y la salud mental se ven constantemente agredidos— es donde esta política encuentra su verdadera razón de ser.

En la República Dominicana, donde la cultura del «dejar hacer» se ha confundido con empatía, y donde la permisividad suele presentarse como tolerancia, no sorprende que medidas de regulación se interpreten como amenazas. Pero hay una diferencia entre comprender el origen del desorden y perpetuarlo. El liderazgo responsable debe hacer ambas cosas: entender y transformar. No se trata de reprimir por reprimir, sino de crear nuevas formas de convivencia. Y eso empieza por algo tan elemental como el respeto a la tranquilidad ajena.

La campaña de odio que se ha desatado contra la ministra Raful revela, más que una crítica legítima, un temor: el temor a que el Estado despierte, a que se acaben los permisos tácitos, a que alguien diga «basta» y lo diga con autoridad y con fundamentos. Y lo más notable es que esa campaña no nace de las comunidades más expuestas al ruido, sino de ciertos núcleos de poder que se han lucrado del desorden, de políticos con intereses económicos en establecimientos nocturnos, figuras públicas que viven de la provocación, y comerciantes que han convertido la música en arma de atracción y dominio. A ellos no les conviene una ciudad ordenada. Les conviene una ciudad sometida al ruido.

Faride ha asumido el riesgo de contradecir esa lógica. Ha devuelto el debate al plano jurídico: ¿Qué dicen las ordenanzas municipales? ¿Cuáles son los decibeles permitidos? ¿A qué hora termina el derecho a «celebrar» y comienza el derecho al descanso? Esos debates habían sido abandonados por el pragmatismo politiquero, ese que se acomoda al caos con tal de ganar simpatías. Pero gobernar —gobernar de verdad— es a menudo decir lo impopular. Es recordar que los derechos, para ser tales, deben coexistir.

Y en esa convivencia, el silencio importa. No como una imposición puritana, sino como una condición elemental del bienestar. En ningún país serio la música a alto volumen en la vía pública es parte del «folclore». En todos, se regula. No para extinguir la alegría, sino para protegerla de sí misma. El derecho a divertirse no incluye el derecho a invadir el espacio ajeno. La alegría no se impone a gritos. El respeto comienza cuando se baja el volumen.

Es cierto que en el proceso se han cometido excesos. Algunas actuaciones policiales pudieron y debieron ser más prudentes. Pero esos errores no invalidan el principio: corregir procedimientos no significa renunciar al objetivo. Lo que se intenta no es criminalizar sectores, sino desnormalizar el abuso; no es acabar con los colmados, sino con los excesos; no es castigar la cultura popular, sino proteger la cultura de la convivencia.

Faride ha pagado con difamaciones su apuesta por la institucionalidad. Ha sido blanco de burlas, montajes y campañas en redes orquestadas con saña. Pero ese «precio de honor» no la ha hecho retroceder. La suya no es una lucha de vanidad ni de cálculo político. Es una defensa del sentido común, de la equidad, del mínimo civilizatorio que todo Estado debe garantizar. En un país donde cada uno ha querido ser su propia autoridad, ella ha recordado que la ley no es opcional.

Como ministra, su deber no es agradar: es garantizar la paz y seguridad ciudadana, un problema a la vez. Y eso, cuando se hace con seriedad, implica tensiones. Implica decirle al país que el espacio público no es selva; que no es cierto que todo vale; que no es cierto que, por el solo hecho de ser tradicional, algo deba seguir siendo legal. Y, sobre todo, implica recordarle a la sociedad dominicana que el bienestar colectivo no se defiende cometiendo violaciones a las disposiciones establecidas, sino con normas claras y justas que el ciudadano está obligado a cumplir. Que no se respeta a la ciudadanía tolerando el desorden, sino garantizando que toda persona, en cualquier rincón del país, pueda vivir con dignidad, sin que el volumen ajeno sea un acto de poder.

Por eso, quienes hoy insultan a Faride no la critican por lo que ha hecho mal, sino por lo que se atrevió a hacer bien. Porque en la cultura del clientelismo, de la complicidad con la ilegalidad, de la política como espectáculo, una mujer que no negocia con el caos representa una amenaza. Ella ha escogido el camino más difícil: no callar, no ceder, no pactar con el estruendo. Y en esa firmeza, muchos han querido ver arrogancia. Pero en realidad, es coraje. El coraje de quien sabe que corregir y reencausar es enfrentar intereses, no acomodarse a ellos.

La historia juzgará este episodio con más justicia que las redes sociales. Y tal vez entonces se entienda que Faride Raful no fue enemiga del pueblo, sino del desorden. Que no fue enemiga de nadie, sino defensora de todos. Que su lucha no fue contra la música, sino contra el abuso. Y que lo que intentó hacer —con errores, con límites, con dificultades— fue darle a este país un poco más de ley, un poco más de orden, un poco más de paz.

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