LUIS DECAMPS BLANCO
El autor es abogado y docente universitario. Reside en Santo Domingo de Guzmán.
El ejercicio del poder, en su incesante dialéctica entre autoridad y consenso, encuentra en la figura de Nayib Bukele un caso emblemático que desafía las categorías convencionales de la política. Electo democráticamente, pero con una inclinación evidente hacia la concentración de poder, el presidente de El Salvador ha polarizado el debate en torno a la naturaleza de su gobierno. ¿Se trata de un líder autoritario que, con métodos populistas, erosiona los principios republicanos? ¿O estamos ante un reformador pragmático que ha logrado, a través de medidas audaces, dotar de estabilidad y seguridad a una nación históricamente asediada por la violencia y la corrupción?
Las democracias contemporáneas han experimentado diversas transformaciones en las que, bajo la formalidad de procedimientos electorales legítimos, se han consolidado regímenes con una clara propensión al autoritarismo. La historia ofrece ejemplos esclarecedores, como el ascenso de Benito Mussolini en Italia, quien, con un aura de modernidad y un discurso nacionalista, desmanteló progresivamente los contrapesos institucionales hasta erigir un sistema donde la voluntad del líder se tornó incuestionable. Al igual que Mussolini, Bukele ha utilizado una retórica de eficiencia administrativa para justificar la centralización del poder. Sin embargo, ¿hasta qué punto la eficiencia es una virtud suficiente para obviar las salvaguardas constitucionales?
El 9 de febrero de 2020 marcó un hito en la narrativa política salvadoreña. Aquel día, el presidente ingresó con militares armados a la Asamblea Legislativa en lo que muchos interpretaron como una intimidación directa al órgano legislativo. A pesar de la evidente afrenta a la separación de poderes, Bukele logró convertir el episodio en un acto de reafirmación de su autoridad, al punto de que la desaprobación internacional fue rápidamente eclipsada por un incremento en su popularidad. Este tipo de episodios evoca el célebre episodio del incendio del Reichstag en 1933, utilizado por Adolf Hitler para justificar la suspensión de derechos fundamentales y consolidar un régimen sin oposición efectiva. Esta analogía, sin embargo, debe ser manejada con prudencia, pues si bien Bukele ha mostrado tendencias autoritarias, no ha llegado a los extremos totalitarios del nacionalsocialismo.
El punto de inflexión más notable de su mandato ha sido la llamada guerra contra las pandillas. En un país donde el tejido social ha sido históricamente vulnerado por la mara Salvatrucha y Barrio 18, la instauración del régimen de excepción ha sido recibida con entusiasmo por amplios sectores de la población. El número de homicidios ha caído drásticamente, los barrios antes dominados por el crimen han sido recuperados y, en apariencia, El Salvador goza de una estabilidad inédita en décadas. Sin embargo, esta paz ha tenido un costo: la detención masiva de más de 70,000 personas, muchas de ellas sin juicio previo, con reportes de torturas y abusos dentro de los penales. La contracara de la seguridad es la erosión del Estado de derecho, pues si bien las maras han sido debilitadas, también se ha consolidado un modelo de justicia expeditiva que prescinde de garantías fundamentales.
En este sentido, la historia reciente ofrece otro paralelo: la guerra contra el narcotráfico emprendida por Felipe Calderón en México, que, aunque diseñada bajo la premisa de restaurar la seguridad, terminó por sumir al país en una espiral de violencia sin precedentes. La estrategia de Bukele, a diferencia de la de Calderón, ha mostrado resultados tangibles en la reducción de homicidios, pero su sostenibilidad es incierta. ¿Qué ocurrirá cuando las estructuras delictivas, que han demostrado una notable capacidad de adaptación, encuentren nuevas formas de operar? ¿Puede un país construir estabilidad permanente sobre la base de un régimen de excepción prolongado?
Otro aspecto esencial del gobierno de Bukele es su relación con la institucionalidad democrática. La destitución de los magistrados de la Sala Constitucional y del fiscal general en 2021 evidenció su intención de eliminar cualquier posible contrapeso a su gestión. La Asamblea Legislativa, dominada por su partido, se ha convertido en un apéndice del Ejecutivo, aprobando sin mayores objeciones las iniciativas presidenciales. Este control absoluto del aparato estatal plantea una pregunta fundamental: ¿puede existir democracia sin una efectiva separación de poderes?
La respuesta no es sencilla. Si adoptamos una visión estrictamente formalista, Bukele sigue operando dentro del marco electoral y cuenta con un respaldo mayoritario innegable. No obstante, si examinamos el concepto de democracia desde su esencia republicana, basada en el equilibrio y la limitación del poder, su administración se aleja peligrosamente de estos principios. La reelección, que la Constitución salvadoreña originalmente prohibía, es otro punto de controversia. A través de una reinterpretación judicial favorable, Bukele ha allanado el camino para continuar en el poder – siguiendo el ejemplo, aunque desde la acera ideológica opuesta, de líderes latinoamericanos como Daniel Ortega o Hugo Chávez, quienes utilizaron la reforma constitucional para prolongar su mandato bajo el ropaje de la legitimidad democrática- sin recurrir a un proceso constituyente formal.
Aquí conviene recordar el caso de Napoleón Bonaparte, quien, tras ser electo primer cónsul de Francia, fue ampliando progresivamente sus poderes hasta proclamarse emperador. La historia ha oscilado entre reconocerlo como un visionario que modernizó Francia y condenarlo como un déspota que sacrificó la república en el altar de su ambición personal. Bukele, sin duda, no es Napoleón, pero comparte con él la astucia de transformar la voluntad popular en una justificación para la concentración del poder.
El salvadoreño medio, fatigado por la ineficiencia de los gobiernos anteriores y harto de la impunidad criminal, ve en Bukele un salvador. No es difícil comprender su atractivo: es un líder joven, carismático, con dominio absoluto de la comunicación digital y una capacidad innegable de conectar con la ciudadanía. No obstante, la democracia no puede reducirse a una cuestión de popularidad. Los gobiernos pasan, pero las instituciones deben perdurar. La gran incógnita que enfrenta El Salvador es si, una vez concluido el proyecto de Bukele, quedará en pie una arquitectura democrática lo suficientemente sólida como para resistir la tentación del caudillismo.
La historia es pródiga en advertencias. Cada vez que una sociedad ha entregado su destino a un líder con poderes sin límites, las consecuencias han sido devastadoras. Roma, en su transición de república a imperio, cedió progresivamente sus libertades a cambio de estabilidad. Augusto, el primero de los emperadores, fue aclamado como el restaurador del orden, pero su legado fue el fin definitivo de la democracia romana. En última instancia, la cuestión de Bukele no radica únicamente en su estilo de gobierno, sino en lo que su gestión significa para el futuro de la democracia salvadoreña.
Las sociedades, como los individuos, suelen aprender tarde las lecciones de la historia. Si Bukele es un dictador o un demócrata es una pregunta que solo el tiempo podrá responder con certeza. Pero lo que sí es evidente es que, en su afán por derrotar a un enemigo interno, El Salvador corre el riesgo de sustituir un problema por otro: cambiar la violencia del crimen organizado por la violencia del Estado. Y en ese intercambio, la democracia, siempre frágil, es la que más tiene que perder.