Por Derik Báez Torres
El autor es abogado. Reside en Santo Domingo.
Hace apenas unos días, parecía una simple provocación más. Donald Trump, presidente de los Estados Unidos y eterno showman político, apareció en redes sociales vestido de papa —gracias a la magia de la inteligencia artificial—, declarando sin rodeos: “Yo quiero ser papa”. Aunque muchos lo tomaron como una broma, como un acto más de su largo historial de teatralidad política, hoy, viendo la elección de Robert Francis Prevost como el primer papa estadounidense en la historia de la Iglesia Católica, no puedo evitar preguntarme: ¿fue realmente una casualidad?
La política, sobre todo la geopolítica religiosa, rara vez se mueve sin símbolos, señales o indirectas. A lo largo de la historia, las grandes decisiones han estado precedidas por gestos ambiguos que solo cobran sentido con el tiempo. Durante la Guerra Fría, por ejemplo, los discursos eran cuidadosamente construidos para no decir lo que se quería decir, pero sí lo que debía entenderse. Las palabras eran disfraces. Las acciones, mensajes encriptados.
Trump, como personaje, entiende perfectamente ese juego. Su uso de la inteligencia artificial para verse como papa no solo fue un acto de ego, sino quizás una forma de instalar en la conversación global una idea: es hora de un papa americano. Y lo más sorprendente no es la audacia del gesto, sino que tan solo unos días después, se concreta esa posibilidad, no con él, claro, sino con un cardenal que, casualmente, también representa el “american dream”, con una hoja de vida que combina misión, liderazgo, política vaticana… y ciudadanía estadounidense.
Viendo la película Conclave hace unos días —la cual, por cierto, vi con un amigo amante del cine y del poder vaticano— quedé fascinado por cómo el filme retrata el delicado ajedrez detrás de la elección papal. Nada es dejado al azar. Las conversaciones entre cardenales, los silencios, los votos estratégicos: todo parece un eco de la realpolitik en sotana. Y es ahí donde me surge una idea inquietante: ¿y si Trump, con su parodia papal, no estaba simplemente jugando, sino presionando —a su manera— al electorado eclesiástico?
Los símbolos importan. Y aunque la Iglesia asegura que sus decisiones están guiadas únicamente por el Espíritu Santo, también es cierto que vive en el mismo mundo que nosotros. Uno donde las presiones mediáticas, políticas y culturales pesan, aunque no se admitan públicamente. Y en ese mundo, un acto viral, aunque burlesco, puede sembrar ideas que luego germinan en las votaciones secretas de la Capilla Sixtina.
León XIV, como ha decidido llamarse el nuevo pontífice, es un hombre de fe, inteligencia y vocación misionera. Pero su elección, como toda elección papal, también es política. Que no nos engañe la solemnidad del ritual. Y si Trump, con su ego descomunal, logró mover esa aguja aunque sea un poco… entonces, una vez más, habrá demostrado que es un actor influyente en el tablero global.